jueves, 15 de agosto de 2013

FOTOS CHIC DE TERRY O´NEILL




Londinense nacido en 1938, Terry O´Neill es
 uno de los grandes amos de la fotografía de los años 60 y 70. Comenzó a trabajar muy joven y con sólo 20 años se hizo famoso por conseguir una instantánea del primer ministro británico echando una cabezada en el aeropuerto de Heathrow. A partir de entonces, comenzó a trabajar para las agencias internacionales más importantes haciéndose un nombre gracias a sus trabajos con los actores, músicos y celebrities más influyentes de la época. Con sus fotografías podemos realizar todo un viaje en el tiempo a dos de la décadas más chic del cine y la música.

Una de sus fotos más reconocidas: El rostro seductor de Brigitte Bardot, semioculto por sus cabellos al viento.


El agente 007, también le otorgó grandes alegrías con sus fotografías, en este caso, encarnado por Roger Moore.


La delgaducha Twiggy, icono indiscutible de la moda de los 60.


La actriz Faye Dunaway fue su esposa durante los primeros 80; muy famosa esta imagen, la de la actriz junto a la piscina de su mansión y su oscar.


Otro Bond, Sean Connery, abraza a la rubia Bardot ante los ojos de O´Neill.


Audrey también se puso ante su objetivo en más de una ocasión. Una foto muy curiosa y diferente de la actriz fue ésta de la piscina, con los cabellos mojados sobre su rotro y una pícara y traviesa mueca.



Clint Eastwood leyendo un periódico la mar de relajado.


Dustin Hoffman con un look muy a lo Beatle.


Otra de las musas setenteras, la bellísima Jacqueline Bisset.




Una de mis fotos favoritas: David Bowie y su amiga Liz Taylor.


La cándida Mia Farrow con su peinado en Rosemary´s Baby, comiendo un cucurucho.


Arrebatador como siempre, Paul "ojos azules" Newman.


Otra de las fotos míticas de O´Neill, Rachel Welch crucificada.


Sean Connery le saca una foto...


Bellezones sesenteros: Ursula Andress y Sharon Tate




Los Rolling Stones también fueron asiduos del obejtivo de Terry O´Neill



Los cuatro magníficos del terror: Cristopher Lee, Vicent Price, John Carradine y Peter Cushing.


Y para finalizar, otra pareja mítica londinense: Terence Stamp y Jean Shrimpton


martes, 13 de agosto de 2013

EROTISMO EN SAIGÓN

(El Amante- Jean Jacques Annaud-1991)

Una de las películas que he visto durante el mes de julio ha sido esta versión de la novela homónima  y semiautobiográfica de la escritora francesa Marguerite Duras. La película narra la relación erótico amorosa que se crea entre una quinceañera francesa y un hombre chino en la Vietnan colonial de los años 20.


Realizada en 1992 por el director francés Jean-Jacques Annaud, fué muy famosa en su estreno debido al alto contenido erótico de la cinta, y la promoción de esas escenas de sexo por parte de su director, que no dudó en manifestar ante la prensa la posibilidad de que las mismas fueran de sexo real. Algo que ensombreció un tanto la calidad de la obra, debido a que su mayor interés del público se centró más en dichas escenas que en trasfondo de una pasional historia de amor y desamor en una sociedad tan cerrada y tradicional como la que muestra la historia, la Vietnan colonial, donde los nativos vivían bajo tradiciones milenarias y únicamente se relacionaban con los blancos en cuestiones comerciales y serviciales.


Es en esa sociedad cerrada donde un chino rico y abocado a un infeliz matrimonio impuesto por su padre (Tony Leung), conoce a una joven blanca adolescente (Jane March) apoyada en la barandilla del transbordador que cruzará el río Mekong y que la conducirá hasta el internado de chicas donde estudiará, tras vivir con su madre y sus dos hermanos, en una horrible casa donde falta el dinero y abunda el opio, los gritos y maltratos. Lleva el cabello recogido en dos trenzas, su mejor y único vestido y un curioso sombrero masculino; inclinada sobre la barandilla del barco, con la indiferencia y el descaro de su ingenua inmadurez. Desde el primer segundo que los ojos del hombre se posan en el diminuto y grácil cuerpo de la joven, éste queda hechizado bajo su embrujo. La desea pero teme amarla, pues sabe que si se enamora de ella estará destinado a la perdición y al sufrimiento, sabedor de que ella, joven, libre y caprichosa, sólo desea y deseará estar con él para, únicamente, saciar su precoz curiosidad sexual, amándole en cuerpo, pero no en alma, amando su dinero, pero no su corazón.


El tono pausado de la película favorece a una historia donde los escasos diálogos son complementados por las miradas y el roce de la piel de los amantes, que se encuentran a escondidas en la oscura habitación que el hombre posee en el centro de la ciudad, para disfrutar de su vida de soltero y a donde lleva a todas las mujeres que desea. Él no tiene oficio, nunca ha trabajado y siente que no sirve para ello. Vive ahogado en una vida ya arreglada por su padre desde su nacimiento. No tiene aspiraciones porque sabe que a nada más puede aspirar. Solo ama y fuma opio. Por eso se enamora de la joven del sombrero, porque ella representa precisamente todo lo que él jamás podrá tener, la libertad, la valentía, la curiosidad.

Narrada por la voz en off de la protagonista cuando esta ya es mayor (en la versión original, es la actriz Jeanne Moreau quién pone la voz), cuenta la historia a base de recuerdos de aquellas vivencias de adolescente que la cambiaron para el resto de su vida, que hicieron que madurara a una velocidad vertiginosa, conociendo el deseo y el desamor a tan temprana edad.


La película es bonita y está bien realizada, además la acompaña una excelente fotografía, muy tenue y envolvente, y las escenas eróticas, aunque abundantes, están realizadas con gusto y no resultan para nada cargantes. Pero la película, por algún motivo, carece de fondo, de calidez, quizás debido a que se echan en falta diálogos con mayor enjundia y el personaje de ella no termina de estar bien dibujado, no se llega a comprender que es lo que de verdad la atrae de ese hombre chino con el que se acuesta cada día.

Decir que a la escritora Marguerite Duras, no le agradó demasiado esta versión cinematográfica de su novela porque consideró que su protagonista nada tenía que ver con la joven que se muestra en pantalla, donde es perfilada prácticamente como una prostituta, sin profundizar de verdad en la complejidad de los sentimientos que ella había plasmado en su obra, el nacimiento en la joven de sentimientos contradictorios, placenteros y a la vez angustiosos.


El final, me pareció algo conmovedor aunque previsible, y en general la película se deja ver con gusto. Aunque siempre tienes la sensación de que estás ante un producto algo vacío, sin vida, bonito en la forma, pero sin vida. Y eso en una historia tan pasional, resta bastante puntos.

(Interesante Making Off de la película)


"¿Sabes? Siempre recordarás esta habitación, para el resto de tus días, aunque ya no recuerdes mi rostro ni mi nombre"

jueves, 8 de agosto de 2013

DE REGRESO...

¡¡¡Hola a todos!!!

Después de un mes de parón, en el que por diferentes motivos (trabajo, reuniones familiares, se me estropeó el ordenador...) no he podido actualizar el blog, por fin las cosas parecen calmarse y empiezo a tener más tiempo para ir subiendo cosillas por aquí. Durante estas semanas, he estado recopilando fotos, leyendo entrevistas y artículos interesantes sobre actores, películas y curiosidades de cine. También he estado viendo bastantes pelis, pocas de actualidad, la verdad. La mayoría de los años 80 y 90 (me ha dado por el cine ligerito). Y también alguna clásica, of course.
Pero para ir abriendo boca, he decidido compartir en el blog, un artículo que hace unas semanas leí en facebook, de la escritora Elvira Lindo que homenajeaba de forma muy sentida y personal a una de sus actrices favoritas, la incomparable Audrey Hepburn.

Espero que os guste y cómo os digo, espero pasarme más a menudo por aquí para compartir con vosotros mis gustos cinéfilos.

¡¡Nos vemos!!
......




Resulta asombroso que las dos actrices del siglo XX cuya imagen se convirtió en icónica casi desde el inicio de su carrera sean tan diferentes en cuerpo y en alma. Marilyn Monroe y Audrey Hepburn: la carne y el hueso, la sexualidad evidente y la elegancia, el descaro y el pudor, el desasosiego interior y la serenidad. Curioso es también que sus dos nombres se barajaran para protagonizar a una de las heroínas literarias del pasado siglo, la Holly Golightly de “Breakfast at Tiffany´s”, aunque finalmente el director Blake Edwards se decantara por Audrey.
No se puede hablar de Hepburn, como tampoco se podría hablar de Marilyn, sin contemplar su infancia y su juventud, porque es ahí donde encontramos las claves para interpretar una sensibilidad que emanaba de los sinsabores a los que la vida la sometió desde muy niña. Nacida en Bélgica de unos progenitores de ascendencia aristocrática, vivió desde muy temprana edad la rigidez de un internado inglés, adonde la enviaron para que adquiriera una educación distinguida y bilingüe, y poco más tarde el trauma del abandono del padre, con el que no volvería a reencontrarse hasta haberse convertido en estrella de cine.



Regresó del internado para reunirse con su madre en el último vuelo que partió desde Inglaterra a Holanda a principios de la Segunda Guerra, y allí permaneció hasta su fin, en la casa de sus abuelos maternos. Holanda fue ocupada por los alemanes y la familia de la adolescente Audrey padeció el hambre y la continua humillación a los que sometieron los invasores al pueblo holandés. Su vivencia como testigo de la persecución nazi a los judíos y la implacable crueldad con la que fueron tratados los no colaboracionistas dejaron en su memoria una herida imposible de curar. A pesar de su juventud participó en la resistencia ofreciendo en casas privadas coreografías de su propia cosecha que eran compensada con donativos que nutrían el fondo común de aquellos que luchaban clandestinamente. Destacó desde niña como bailarina aunque la guerra truncó en gran medida los años decisivos de aprendizaje. Su familia se comportó de manera heroica, acogiendo en casa a ciudadanos que habían sido evacuados de la pequeña localidad de Arnhem, donde se libró una de las batallas más sangrientas de la liberación. El abuelo instaló incluso una barra de ballet para que Audrey distrajera a las niñas con clases que aliviaran el ambiente de tragedia. Fue sin duda un indicio de lo que más tarde, en el último acto de su vida, constituiría un compromiso absoluto con la infancia. Aun así, jamás se sintió con fuerzas para representar en el cine el sufrimiento infantil. A pesar de que fuera Otto Frank, el padre de Anna, el que la propusiera para interpretar a su hija en el cine, Audrey declinó la oferta confesando que no tenía valor para ponerse en la piel de una muchacha a la que ella sentía tan dolorosamente cercana.


La guerra terminó y madre e hija se fueron a Londres tratando de afianzar la carrera de Audrey como primera bailarina; pero a pesar del indudable talento de la joven para el ballet clásico, dos cosas frustraron su vocación: el 1,70 de estatura, que la hacía difícil de emparejar, y los efectos que sobre su salud había provocado la guerra. Audrey supo aceptar las malas noticias y recondujo su talento hacia la revista musical. De la necesidad hizo virtud y se sintió feliz al ver remunerados sus primeros trabajos, en los que destacó desde el principio por un encanto que compensaba unas formas poco sexys. Consiguió un pequeño papel en una película que se rodaba en Montecarlo y fue allí donde Colette, la escritora, reparó en ella para el musical que estaban adaptando sobre su novela “Gigí” en Broadway. La gran insistencia de la autora colocó a Audrey en las tablas del teatro americano.
El resto es más conocido por todos. “Vacaciones en Roma”, “Cara de Ángel”, “Historia de una monja”, “Los que no perdonan”, “Dos en la carretera”, “Desayuno con diamantes” o “Sola en la oscuridad”. También es sabida la reverencia que muchos directores la dispensaron por un carácter modesto y disciplinado que facilitaba el ambiente de rodaje y por esa luminosidad que destaca en todas sus interpretaciones. Ella se veía larguirucha, demasiado flaca, de pies demasiado grandes, aletas de la nariz demasiado pronunciadas, dientes descolocados; pero ninguno de esos supuestos defectos le restó atractivo. Amó y fue amada. Mel Ferrer se convirtió en su primer marido con el que tuvo un hijo, Sean, que ha glosado con devoción la vida de su madre. El segundo hijo, Luca, fue fruto de un segundo matrimonio con el psiquiatra italiano Andrea Dotti, con el que disfrutó de una vida familiar en Roma que prácticamente la apartó del cine. En estos días, precisamente, se ha publicado un fabuloso libro de imágenes de sus paseos romanos con Mr. Famous, su querido yorkie. Pero a mediados de los setenta, asustada por el cariz violento que estaba experimentando la vida italiana, sacó a sus hijos del país y se los llevó a Suiza. La policía había al matrimonio de la siniestra posibilidad de que los secuestraran. Fue por tanto, en una casa de campo suiza, “La Paisable”, donde establecería su hogar definitivo.


No hizo demasiadas películas. O no tantas como podría haber protagonizado. Era una mujer que anhelaba la vida familiar y que prefería el aire libre y la compañía de sus perros al universo siempre ficticio de Los Ángeles. Allí, en La Paisable, murió su madre, la que fuera ejemplo de entereza y contención. Allí fueron sus hijos al colegio y allí se la veía ir a comprar a diario en los mercadillos callejeros. Suiza le proporcionaba el ambiente de sosiego que Roma le había negado. Fue elegante siempre, en su vida campestre, en los actos sociales y en la gran pantalla, donde quedará para siempre asociada con su querido Givenchy, que la convirtió en musa de un estilo hoy sigue siendo un símbolo de distinción. No es a su naturaleza desgarbada a lo que hay que atribuirle esa cualidad aristocrática que siempre la definió, sino a una cualidad que emanaba de dentro, relacionada con un espíritu que nunca se dejó desquiciar por la ambición. Sus hijos la han descrito como una mujer que escondía un fondo de tristeza, atribuido a la dureza de una guerra que no consiguió olvidar, como tampoco superó el abandono de su padre. Como sucede con los hijos inexplicablemente abandonados, Audrey quiso reencontrarse con él; también le mantuvo en los últimos años de su vida.
Tras divorciarse del psiquiatra, la actriz encontró a su tercer hombre, Robby Wolders, en Los Ángeles. Casualmente, él también procedía de aquella Holanda invadida de la guerra; ambos pudieron compartir el peso que ejercían los recuerdos del invierno del hambre del 44, en el que se encontraban tan cerca el uno del otro muchos años antes de conocerse. Con Wolders pasó su etapa de madurez, casi apartada del cine pero no inactiva, pues se entregaría en cuerpo y alma a la causa de los Derechos del Niño, que impulsó con sus incesantes viajes por los países pobres y de la cual se convirtió en auténtica inspiradora. Tampoco se puede escribir sobre la peripecia vital de esta dama sin detenerse en lo que fue una actividad humanitaria que constituiría el centro de su existencia. Fue un tercer acto, describió Wilder, a la medida de su altura como ser humano. Billy Wilder, que la adoraba, decía que cuando Audrey Hepburn sonreía lo hacía de verdad, igual que cuando abrazaba a un hombre en la pantalla o cuando lloraba. No había en mujer tan elegante un ápice de amaneramiento o de impostación.
Murió en su casa de campo, en 1993, tras unas Navidades plenas, rodeada de su familia. Tuvo tiempo de despedirse con calma de los suyos. Podría decirse que Audrey Hepburn hizo de la bondad un tipo sutil de belleza. “Siento con intensidad que todo empieza en la bondad”, dijo. No eran sólo palabras. Los que la conocieron dicen que vivió siempre de acuerdo a ese pensamiento.